Esto sucedió hace más o menos 30 años, en un país latinoamericano, que fue atacado por la fiebre del terrorismo. Cuánta gente murió, cuánta gente sufrió, en un ataque salvaje, atroz, que duró años. Yo lo sé, yo lo cuento porque lo viví. Hoy espero todos comprendan la realidad que me tocó sobrevivir.
Tenía 14 años entonces, en la edad en que toda niña, apunto de ser mujer, se pone bella, se lleva bien con todos, va a fiestas e infinidad de cosas maravillosas que yo no logré vivir. Tenía una gran vida entonces, mi padre era minero, jefe de la sección de seguridad, don Juan Córdova, respetado, adinerado, feliz. Mi hermana estudiaba ya en la universidad, mi madre, era la más cariñosa mujer del mundo. Yo, asistía a una escuela mixta, una de las primeras, donde a mi madre le daba gusto que yo fuera, ya que todos eran de mi “nivel”. Fui criada como toda niña adinerada y descendiente de españoles, alejada de los indios, cholos, guanacos. Así fui mi vida.
Aterrados por el terrorismo, mis padres enviaron a mi hermana al extranjero, antes que fuera tarde. Lamentablemente para mí, fue tarde. Me dejaron en la puerta del colegio, un lunes, a las 7:25 como todos los días. Entré, todo parecía normal, hasta luego de una hora, en que gran cantidad de hombres armados, encapuchados, con ropas oscuras, saltaron a mi institución, sitiando toda esquina.
Nos arruinaron, y fueron libreando a quien ellos consideraban pobres, discriminados, y los blancos, rubios, carosos, se quedaban, y entre ellos, yo. Mis piernas temblaban cada vez más, mis ojos no lograban cerrarse, por más que yo lo intentaba, hubo un momento que sentí que me desmoronaba. Permanecí ahí, junto con varios otros amigos y profesores, aterrados, esperando lo peor. Cayó la noche, y yo no podía ni dormir. De pronto uno de ellos me levantó. Me miró, y dio una sonrisa malévola, que por poco me hace llorar. “Oe, ésta sirve” – lo oí gritar. Otro vino y me puso una bolsa en la cabeza, luego me trasladaron a Dios sabe dónde.
Estuve pajo esa bolsa durante horas, donde lloraba en silencio, rezando para que lo pero no me ocurriera. Me cargaron y me tiraron al suelo, me quitaron la tapa y logré divisar entre la oscuridad otras personas, niñas, mujeres, jóvenes, grandes y pequeños. Ahí me quedé, tirada en el piso de un aparente cuarto. Dormí, cerca de una hora, despertada por una voz matona que nos dio a cada uno agua de desagüe y un cuarto de pan. A mi lado descansaba el cuerpo de un muchacho, que al ver mis piernas con sangre, me dio su trozo. Me cogió la mano y me dijo: “Todo estará bien”. Lo miré con desilusión, pero mis fuerzas no pudieron más.
Desperté en sus brazos, mirándome trató rápidamente ponerme de pie, y dijo: “Es ahora o nunca”. Me tiró del brazo, corriendo a lo largo de un pasillo, hasta llegar a un empedrado donde continuamos corriendo, hasta que le pedí siguiera sin mi mano, ya no podía más. Lo solté y él no logró encontrarla de nuevo. Corrí en otra dirección, sacando fuerzas de donde no había. Corrí y corrí, hasta que vi una luz, tenue pero me dio esperanza. Cada vez más lento me fui acercando, y al llegar sólo vi a un hombrecito descalzo, con ropa traposa, que a las justas logré ver su expresión de venganza.
Cuando desperté, me encontraba echada en un colchón de hierbas verdes, con cuyes y liebres a mi alrededor. Aún tenía sangre en el pantalón y mi polo seguía sucio. Casi no podía pararme y logré por fin notar que estaba en un establo. Cerré los ojos y comencé a rezar, en agradecimiento al Señor, pues Él me había salvado. De pronto me sentí observada y levanté con gran temor la cabeza. Miré una pequeña niña asomada por la puerta y le sonreí. Se acercó y con una tenue voz me dijo: “¿Cuál es tu nombre?” – “Sabrina” respondí. Con un acto de sorpresa se retiró corriendo, dejándome sola de nuevo.
Mi agotamiento y dolor eran tan fuertes que lograron vencer mi fortaleza, dejándome postrada en alfalfa. Miraba el techo y pensaba, ¿qué sería de mis pobres padres? ¿Pensarían que estoy muerta? ¿Me estarían buscando? Yo estaba sola, sabe Dios dónde, sabe Dios con quiénes. Me pasé dos días sin tomar ni comer, mi cuerpo cada vez se sentía más débil, casi esta muerta, golpeada, sucia, desnutrida, estaba muerta en vida, cuando por fin aquel ángel se apiadó de mi alma, entró y lo vi, era hermoso, tenía unas alas enormes, blancas, llenas de luz, que me dio una vez más, ganas de vivir. Cogió mi cuello y lo levantó con delicadeza, me dio de beber y me recostó de nuevo. Me miró y con una sonrisa se retiró.
Me levanté juntando fuerzas de donde no habían y caminé, caminé hasta la puerta decidida a ir por mis padres, mi familia, y volver a mi vida normal. Salí por la puerta y ahí esta el ángel, aún hermoso, pero temeroso. Parada ahí vi a una gran masa de gente sencilla, con ropa rotosa, muchos descalzos, otros con ojotas, con la piel curtida, quemados, toscos, cholos. Los miré, me miraron, y entre ellos se dijeron en su lengua algo que no lograba entender. Uno de ellos dijo: “¿De dónde vienes?”. Dudando respondí luego de un silencio: “Arequipa”.
Me miraron luego de mucho tiempo, y el ángel no decía nada. ¿Cómo llegaste aquí?- dijo otro. Entre temblores y dudas demoré en responder, y antes de dictar mi llegada uno dijo- Que, ¿gringa eres? –No, no. Si entiendo, soy de aquí.- dije con poca firmeza.
- Entonces responde, ¿qué haces aquí?
- Pues, fui víctima de un secuestro terrorista y logré escapar, llegando aquí.
Todos me miraron con admiración. De pues a cabeza me examinaron, midiendo quizás mi potencial para haber podido escapar. Volvieron a hablar en su lengua, y esta vez rieron, rieron mucho. Yo, estaba paralizada, si me iba corriendo, sabe Dios si viviría, peor tampoco estaba dispuesta a se humillada. Mi voz no salía, no podía pronunciar palabra alguna. Uno de los hombres, uno de los mejores vestidos, se acercó a decirme:
- ¿Qué apellidas? ¿Qué es tu padre?
- Córdova, mi padre se llama Juan Córdova, es minero.- dije y entre ellos se miraron y él mismo se dirigió de nuevo a mí.
- Entonces española eres, blanquita adinerada, hacendada segurito, ¿no?
Permanecía en silencio, sin mencionar ni un suspiro cuando volvió a decir:
- ¡Déjenla en el establo, que se quede ahí, que vea cómo vive!
Me metieron de bueno en la choza de madera y cerraron las puertas, ahora no podía escapar. Comí ese día del manto verde sobre el cual descansaba y bebí leche de la cabra que dormía ahí. En la tarde, salí a ver el pueblo, que sólo estaba constituido por casitas de adobe, hombres con carretas, piso de tierra y sembríos por doquier. Entonces un hombre robusto dijo: “¿Quién la dejó salir?”- asustada lo miré, esperando piedad.
- A, quiere salir, bien, que limpie las zanahorias.
Sin decir palabra alguna me llevaron hasta un canal, donde habían millones de zanahorias regadas por el suelo. Sólo me dijeron que trabajase, pero yo jamás había visto algo así. Cogí una y le quite la tierra con las manos, y todos se rieron a carcajadas, fue entonces que me di cuenta que hacía el ridículo, entonces quise huir, pero me lo impidieron.
Me colocaron de nuevo ahí y dijeron: “Con los pies”. Entonces recordé haber visto alguna vez eso, y comencé a hacerlo. No hicieron comentario alguno, por tanto supuse estaba bien. En la noche me dijeron me retirara, pero no recibí nada, ni agua, ni comida, ni dinero. Nada, sólo descanso, después de haber trabajado horas bajo el intenso calor.
Así se repitió día tras día, sólo que cada día me daban algo, agua, pan, una verdura, o algo para engañar a mi estómago. Se me hizo una rutina, pero lamentablemente llegó el día en que mi cuerpo se desplomó, enfermo se tendió en el piso cubierto de zanahorias. Cuando abrí los ojos, me asusté, comencé a pensar lo peor. Estaba tendida en un mueble, miré a mucho hombres tomando, y yo era la única mujer ahí. Me paré y traté a toda costa librarme de ellos, pero no podía, todos me agarraban y otros aún tomando se preparaban para algo atroz que todos estaban dispuestos a hacerme. Luché y luché, hasta que el ángel y otra señora de la mano aparecieron, salvándome.
Me llevaron cubriéndome con una manta. Abrió la puerta de su casa y me sentó en un sillón todo maltrecho. Ella fue a la cocina y el ángel se quedó conmigo. Vino con una taza con algún tipo de mate caliente y me preguntó:
- ¿Cuál es tu nombre, hija?
- Sabrina, Sabrina Córdova.
Me miró y con una sonrisa ordenó al ángel muy cariñosamente que me trajera un pedazo de pan, mientras trataba e contarle todo lo que me había pasado. Me acogió en su humilde morada, dejándome dormir en su salita. La señora se llamaba Rita, Rita Huamani. Doña Rita me acogió en su casa el tiempo que estuve ahí.
Acudí a fiestas de la comunidad, comí recetas jamás antes vistas, compartí diferentes culturas, etc. Todo mejoró gracias a doña Rita y su hija, el ángel, el que me dio la fuerza para seguir. Trabajaba esta vez por cuatro reales, y se los daba a doña Rita, en agradecimiento. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había pasado, si mi familia pensaba que estaba muerta, si aún me buscaban. Me oían rezar todas las noches por mi familia, por su bienestar y por mi pronto retorno.
Todos me miraban mal, me despreciaban, no me hablaban, y yo les temía, fuera de mi crianza. Sin embargo no todos fueron así, el ángel y doña Rita habían sido los únicos buenos conmigo. Esa noche doña Rita me dijo:
- Yo pensé que los blanquitos, así carositos como tú, eran bien malos. Eran bien indiferentes, porque así nos trataban a nosotros. Pero tú hijita no eres así, eres bien buena y muy bonita.
Eso me revivió, y me hizo recordar mi vida, ignorando y menospreciando e ellos por ignorantes, por cholos, pero ahora me doy cuenta que no todos son así.
Con un poco de alivio, dormí muy bien esa noche, hasta que un escándalo afuera despertó a la comunidad entera. Tumbaron la puerta, hombres que parecían policías, pero no lograba ver bien.
- Ahí, ahí está. Es la única que tenemos. - dijo un hombre de la comunidad.
- ¡No, ella no ha hecho nada, por favor, no! – gritaba doña Rita.
Fue entonces que vi ahí una chica, una señorita acabada, con cuerpo escuálido, de aventurera, que no era nada más y nada menos que Marina, mi hermana. Me miró y se desplomó en llantos gritando mi nombre. Entonces entró mi padre, lleno de lágrimas y tierra, junto a mi madre. Todos lloramos y yo no podía creer que estaban ahí.
Largo tiempo había pasado, cuanto menos dos años, mi madre bendijo a doña Rita y al ángel y prometió darles todo lo que necesiten. Llorando sólo pude agradecerles y prometer siempre tenerlos conmigo y ayudarlas en todo.
Luego de dos años me miré en el espejo, estaba quemada, despeinada, con la ropa rota, con la piel curtida, escuálida, menos 15 kilos diría yo, descalza, yo diría que indígena, sí, así me sentí por esos dos años, así, sólo ahí logré ver algo a lo que le era indiferente y, es más, criticaba y discriminaba.
Jamás volví a usar la palabra cholo o indio con desprecio y tampoco permití que la usaran con esa intención delante de mío. En cuanto a los Huamani, me hablan y son exitosos ahora, tienen tierras y les va muy bien. Mi vida se volvió otra, y espero que luego de leer esto, las suyas también.